Daniel Ortega, el sátrapa que junto a su mujer se han convertido en los “zares” de Nicaragua, viene hace un rato largo actuando con la impunidad que la vista gorda del resto de Latinoamérica, además del propio EE.UU., se lo permite. Es el “Kadafi latinoamericano” que actúa con la impunidad del que se sabe dictador al mismo tiempo que invisibilizado por la prensa internacional. En efecto, la misma prensa que se regodea con Maduro o que hace una carnicería con Trump.

Ortega ha encarcelado decenas de disidentes y ha cerrado medios de comunicación y universidades. Nadie se salva. Hasta la congregación de las Hermanas de la Caridad, fundada por la Madre Teresa de Calcuta, fue obligada a migrar a Costa Rica luego que se le revocaran sus permisos para trabajar en Nicaragua. ¡Ya es el colmo! De hecho, ese es el nuevo enfoque del régimen represivo orteguista: atacar a la Iglesia Católica. Hace pocos días fue encarcelado el obispo Rolando Álvarez, quien venía siendo secuestrado en la sede episcopal de Matagalpa por el régimen. Antes de eso, monseñor Álvarez Ortega, con la imagen de Jesús Sacramentado en sus manos, salió a la calle a encarar a los policías nicaragüenses que con patrullas y armas de guerra sitiaban su vivienda. Sus sermones frecuentemente fustigan la violación a los derechos humanos, la persecución religiosa y los abusos de poder.

El régimen orteguista acusa a la Iglesia Católica de Nicaragua de apoyar la rebelión ciudadana que comenzó en abril de 2018, y que gatilló la represión brutal oficialista contra periodistas, académicos y religiosos. Por desgracia, hasta el Papa Francisco miraba de costado este problema. Recién esta semana, ante la presión internacional, se pronunció tibiamente, llamando a “un diálogo abierto y sincero” para “encontrar las bases para una convivencia respetuosa y pacífica”, evitando fustigar directamente a Ortega. Demasiado suavecito Francisco, en vez de hacer visible a ese tirano. ¡No abandonemos a los nicaragüenses!

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