Los despropósitos del gobierno de Pedro Castillo de las últimas semanas hacen ya imposible sostenerlo en el poder. Desaciertos desde la ausencia de una mínima preparación para el puesto, hasta desplantes innecesarios y expresiones explosivas, condujeron a un nivel de ingobernabilidad imposible de sostener mucho tiempo. Hoy existe un amplio consenso en que Castillo debe irse. Y la renuncia parece ser el camino más expeditivo para convocar a nuevas elecciones.

La paradoja de la salida de Castillo es que, siendo necesaria, puede ser también perjudicial. El problema es que hay, por lo menos, tres oposiciones. Una, la centroderecha, en todas sus versiones, a las que venció en la elección y con quienes disputa el campo del cambio constitucional. Otra, la izquierda caviar, quien en su momento fue colaboradora pero que se ha visto desplazada del poder paulatinamente, al punto que con ella se disputa los cargos públicos. Y la tercera, la masa multifacética que lo apoyó para llegar al gobierno con la expectativa de cumplir sus demandas y con las que Castillo se comprometió en su cruzada populista y demagógica.

En otras palabras, la salida de Castillo sigue dejando al país en situación incierta. Por ejemplo, podría estar dejándose el campo abierto al retorno de un Vizcarra o generándose una ventana de oportunidad a un líder popular más cuajado como Aduviri o alguien similar. ¿Es eso lo que realmente queremos? Por desgracia, la centroderecha no escarmentó ni aprendió y continúa en una lucha intestina de canibalismo político. Lo que hace poco probable que pueda reclamar la sucesión de Castillo.

La desgracia del Perú es que se acaban las opciones porque la crisis ya está aquí, tocando la puerta de la casa. Los tiempos que planteó la pandemia, se aceleraron con el conflicto ruso-ucraniano. Y ahora, Castillo no puede continuar. ¿Qué Dios nos ayude? Bueno, son tiempos de Mundial, así que Dios bien podría volver a ser peruano.