Caminaba cuando me llegó el mensaje de tu madre contándome que habías ganado un premio (tu primer premio) por una poesía que publicaste en tu colegio, Cubicol. Cruzaba la pista de Camino Real, y por enésima vez casi me atropella un carro. Me detuve al lado de la imagen de la Virgen de Lourdes, esa que tanto nos gusta, y leí lo que habías escrito. Eran tus primeros versos y hablaban sobre el amor y la desesperación. Tenías quince años. Entonces pensé, ¿qué es el amor sino mirarte? ¿qué es la desesperación sino preocuparme por ti? Desde que te conocí, cuando me miraste por primera vez, varios meses después de haber nacido, sentí una felicidad que jamás había experimentado en mi vida. Acababa de llegar de España y corrí a verte. Ni siquiera tuve tiempo de afeitarme. Tu madre, tan sensible a los instantes, tan dueña de todos los momentos, me lo hizo notar. Dormías. Me senté a tu lado en la cama. Te miré. Eras lo más bello del universo. Te besé en la frente. Abriste los ojos y empezaste a reír. Así empezó nuestra aventura.

Ser padre es una bendición, pero también una gran responsabilidad. Las más grandes alegrías de toda mi existencia me las has dado tú, tú y tus hermanos. ¿Es posible que un hombre se olvide de sí mismo y esté dispuesto a hacerlo todo por otra persona? Sí, desde que te conocí, sé que haría lo que fuera por hacerte feliz. Lo entregaría todo, cruzaría todos los puentes, quemaría todas las naves. Nada es importante, todo palidece ante ti. Y nunca me he sentido tan orgulloso como cuando me miras fijamente, con esos ojos que son los tu madre y me dices: te quiero mucho, papá.

El amor existe y es maravilloso. Tú y yo lo sabemos. Por eso, ahora que escribes, y escribes infinitamente mejor que yo, lo podemos dejar plasmado en el bronce, como la pista de un tesoro. Así, los que vengan, los exploradores del futuro que lean nuestra historia, sabrán que brillamos en el tiempo, que somos eternos, y entenderán que aquí en la tierra navegamos en el cielo, porque tú y yo, nosotros, nosotros nos amamos de verdad.