Los nuevos indicios de corrupción que se empinan sobre Pedro Castillo van tornando insostenible su permanencia en cargo de Presidente de la República. Las últimas semanas han sido fértiles en nuevos indicios y todo indica que vienen destapes de peor calibre en las próximas horas.

El Perú paga así el precio de la suma varias irresponsabilidades que confluyeron este año para este escenario resultante. Primero, la temeridad del propio Castillo de lanzarse a un cargo para el que jamás estuvo preparado. Segundo, la falla de cálculo de Vladimir Cerrón, de haber puesto su partido en servicio de un candidato que estaba destinado solo a captar más votos con miras a futuras elecciones, sin pretensiones de hacer gobierno ahora. Tercero, la estupidez de gran parte del electorado -alentada por buena parte de la prensa- de votar incentivado por un odio irracional contra Keiko Fujimori.

Cuarto, la resistencia de los organismos electorales -JNE y ONPE- para atender debidamente las numerosas denuncias por fraude de las últimas elecciones. Y así podríamos seguir. Las cosas han llegado a tal punto que parece que habría nivel que reconsiderar imponer requisitos y filtros a la asunción de la función pública de alto. Si tuviésemos un sistema de partidos sólido y de años de existencia, podríamos dejar a los partidos los procesos de control de calidad de los candidatos. Pero al no tenerlo -y tradicionalmente no lo hemos podido construir en dos siglos- sólo nos queda establecer ese control por la vía constitucional. No es posible seguir con la hipocresía de sostener una democracia tonta.

En el Perú, hay una contradicción insostenible en el hecho de que para ser Presidente o congresista -y en estos tiempos, incluso ministro- se requieran menos requisitos curriculares que para ser un empleado menor de la casa de gobierno, del Parlamento o de un ministerio . Y que encima, sean corruptos. Perdemos por todos los frentes. Ya basta.