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Las ideas generan consecuencias. Lo que sucede en Cataluña es el resultado de una idea y una realidad política. La idea (la ideología) es el nacionalismo independentista, el chauvinismo desintegrador. La realidad política radica en que los líderes de una democracia boba, silbando de costado, con una mezcla de ingenuidad y estupidez, prefirieron darle cuerda a los minoritarios nacionalistas para “mantenerlos contentos” mientras ellos se dedicaban a las cosas serias de los negocios y el gobierno. Es decir, a su interés personal.

España está pagando un alto precio por la ingenuidad de los mismos dirigentes que pactaron una transición cediendo competencias fundamentales a los separatistas. La secesión está fundada sobre una educación pública que durante casi cuarenta años ha favorecido el crecimiento del caldo separatista, poniendo el acento en las diferencias lingüísticas y culturales antes que en aquello que une a los españoles. La ideología sectaria subyacente a este proceso (el marxismo antes y el relativismo izquierdista hoy) promovió de manera eficaz la división de los catalanes y los vascos. Hoy, un Estado debilitado por el relativismo evanescente es un Estado que abjura de la historia de España y de la tradición religiosa que actúa como argamasa de unidad nacional.

Menuda lección para el Perú. Si cedemos la educación al enemigo sectario y relativista, no nos quejemos después cuando llegue el separatismo a tocar nuestra puerta. Si las nuevas generaciones de peruanos son capturadas por ideologías disolventes de odio y resentimiento perpetuo, el electorado puede volcarse hacia opciones radicales. De allí la importancia de la educación. Recuperarla para la Peruanidad es un imperativo moral de cara al Bicentenario. Necesitamos ideas que nos unan, ideas basadas en la realidad de nuestro mestizaje histórico. De lo contrario, si apostamos por la secesión y el odio, muy pronto estallará el llanto y el rechinar de dientes.