Resulta decepcionante observar cómo aquellos que proclaman su firme propósito de combatir la corrupción son, en ocasiones, los mismos que pasan por alto las irregularidades que tienen lugar bajo sus propias narices. La retórica de buenas intenciones ya no es suficiente; es imperativo que tanto el Gobierno como el Congreso asuman la responsabilidad de llevar a cabo investigaciones imparciales sobre los acontecimientos que ponen en duda la integridad del Ejecutivo.

Investigaciones periodísticas han revelado la presión ejercida por una operadora política vinculada a Nicanor Boluarte, hermano de la presidenta de la República, sobre prefectos y subprefectos de diversas regiones del país. El propósito era claro: recolectar firmas para la inscripción del partido político “Ciudadanos por el Perú”. Estos hechos merecen el foco de atención de las autoridades respectivas para asegurar la transparencia del Gobierno.

Adicionalmente, surge una nueva denuncia que involucra al presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola. Una visita amistosa a su despacho se traduce, sorprendentemente, en la obtención de un lucrativo contrato en pocos días. Estos casos no solo alimentan la desconfianza en las instituciones, sino que también ponen en duda la eficacia de los mecanismos de control existentes.

La falta de una respuesta enérgica demuestra la incapacidad del sistema para actuar con la fuerza de sus propios instrumentos morales. La lucha contra la corrupción no puede limitarse solo a los discursos, se necesita una acción contundente.