Un mundo lúgubre es el que emerge de los diagnósticos de prominentes líderes de la política y la economía congregados en el Foro de Davos que culminó el último jueves. La crisis alimentaria que se anuncia sería la cereza del pastel a una década que se anunció complicada solo con el Covid-19. Que se sazonó con otros ingredientes como el retorno de la amenaza de una tercera guerra mundial y una crisis energética, derivadas del conflicto ruso-ucraniano. Y que fue servido sobre el mantel de una crisis económica de alcance mundial que amenaza al planeta, que tiene dos motores de impulsión. Por un lado, una persistente inflación alentada por la subida de los precios del crudo y por los severos desequilibrios fiscales originados en los intentos de paliar los efectos de las cuarentenas con las que se enfrentó inicialmente a la pandemia. De otro lado, una recesión prolongada, incentivada por la subida de las tasas de interés con la que los bancos centrales tratarán de controlar la inflación desincentivando la demanda a través de la reducción del consumo y la inversión.

Panorama oscuro, pero realista. Si pueden confundir los términos técnicos, algo que no admite confusión es la glosa final de la gran conclusión: se vienen tiempos difíciles en lo económico que se sentirán en los bolsillos de la gente. De la gente que vota. Y estará muy enojada, por lo que podrá votar por lo que sea. Es momento de cuidar la democracia. Para ello, los países deben echar a andar todos los motores disponibles, sean públicos o privados, para contrarrestar el embate. Países como los latinoamericanos deben tomar acciones agresivas para comprometer inversiones nacionales y extranjeras que se están retirando de otras zonas del mundo donde el impacto de la crisis será más directo y fuerte. No es momento del floro ideológico barato. Es tiempo de impulsar todo lo que se pueda el crecimiento económico, que ya no admite ideología. Porque todos queremos crecer. Hagámoslo posible.