La existencia del Estado se encuentra garantizada por el uso legítimo de la violencia. El Estado emplea de manera legítima la violencia para asegurar la paz social. La comunidad política permite, mediante la ficción del contrato social, que el Estado arbitre ante la disputa pública y se convierta en el único defensor de la libertad autorizado por las leyes. Salvo ante una clara tiranía, el Estado es Leviatán y, en tal sentido, la violencia y el orden son el territorio soberano que el pueblo le ha asignado.

Un Estado permisivo con el terrorismo socava su propio fundamento político-jurídico. Un Estado que mira de costado cuando la apología del terrorismo inicia su andadura es un Estado débil, incapaz de defender las premisas de su propia partida de nacimiento. Ante cualquier declaración extra-estatal de violencia, el Estado debe responder restableciendo el orden. Su existencia y su legitimidad dependen de ello. Por eso, la prédica terrorista, extra y contra-estatal, debe ser conjurada inmediatamente, recordando a la comunidad política que el uso de la violencia es una prerrogativa estatal y que el orden jurídico existe para evitar cualquier revolución sangrienta. La técnica operativa del gobierno (ius) sirve para derrotar al hostil (iustus hostis), no para fortalecer al sedicente aplicando principios tergiversados.

El Estado no debe permitir el resurgimiento de Sendero o el MRTA. El Estado debe ejercer la violencia legítima y aplicar el Derecho para frenar el retorno del terror rojo. La comunidad política tiene que apoyar y fortalecer al Estado en este afán preventivo. La historia del terrorismo es conocida. En su larga marcha hacia el equilibrio estratégico, los terroristas son capaces de prometerlo todo. Y siempre, de traicionar.