“He ido en repetidas oportunidades (...) No importa la compañía, y cuántas veces lo recomiende, todos siempre salen fascinados de ese lugar”, escribe Jimena Agois, periodista y fotógrafa gastronómica.
“He ido en repetidas oportunidades (...) No importa la compañía, y cuántas veces lo recomiende, todos siempre salen fascinados de ese lugar”, escribe Jimena Agois, periodista y fotógrafa gastronómica.

En varias oportunidades he contado en esta columna cómo disfruto visitar Buenos Aires. Debe ser de mis ciudades favoritas de la región, quizás por lo mucho que me recuerda a Madrid y a esos días en España que tanto se extrañan. Lo cierto es que, con esos aires de ciudad europea, Buenos Aires es también una ciudad fuerte, con identidad propia, divina para caminar, disfrutar y por supuesto también para comer.

No importa la agenda, el motivo de mi visita a la ciudad, o la compañía, hay un pequeño restaurante al que siempre voy y ese es Gran Dabbang.

El local de Mariano Ramón, ha cautivado a los comensales locales y extranjeros desde que abrió en junio del 2014. De influencia India, con insumos argentinos y fórmulas latinoamericanas, está ubicado junto a una parada de autobús en la avenida Scalabrini Ortiz y no importa el paso del tiempo, sigue siendo el favorito de la gente. El restaurante no admite reservas, atiende sólo por la noche y les recomiendo ir temprano (o tarde) porque se forman colas y es probable que tengan que esperar.

Mariano no se formó en ninguna escuela gastronómica, pero hizo pasantías en España, Perú y Asia, en una época en la que a nadie se le ocurría probar suerte en cocinas de Oriente. La vida lo llevó a Nueva Zelanda, donde conoció a su esposa, la inglesa Philippa Robson y con la que recorrió Vietnam, Tailandia y Malasia. Ella fue también la primera camarera que “contrató” en el restaurante.

Vivieron tres años en Inglaterra y seis meses en Dehli. Cuando volvieron a Buenos Aires, la idea era clara. Inauguró Gran Dabbang instalando sin quererlo un estilo único en ese momento en la ciudad: un formato de platos pequeños para compartir al centro. E influyó a toda una generación de cocineros locales.

Un lugar puesto directamente por el cocinero, sin inversionistas, y sin darle importancia al ambiente ni decoración, pero con un menú con personalidad reconocible. Los precios siempre han sido razonables, y esa propuesta de influencia India, elaborada con ingredientes argentinos siempre ha sabido cautivar a los visitantes. He ido en repetidas oportunidades: con la familia, mi esposo, por trabajo. No importa la compañía, y cuántas veces lo recomiende, todos siempre salen fascinados de ese lugar.

El conocimiento de Ramón de la despensa argentina es único. Recorrimos junto a él en repetidas oportunidades el mercado de la feria Masticar los años que duró.

Tiene una habilidad notable para los contrastes y el manejo del sabor: dulce, ácido, salado, picante; cada tanto un toque amargo. Trabaja siempre considerando la disponibilidad del mercado y junto a pequeños productores a los que conoce muy bien.

El uso de hierbas en su cocina como la rica rica, muña o el huacatay es otra de sus características. También la ausencia de papa y carne de vaca, se reemplaza por peces de río como el pacú, algo inusual para el momento en que abrió el restaurante.

La carta es corta, y si van en grupo les recomiendo darse el gusto de pedirla completa. Está pensada para compartir, y así poder probarla toda. Pueden comenzar con el labne, chutney de pasas de uva y fideos de garbanzo fritos. Un clásico del local, que se vuelve un poco adictivo. No dejen de probar el pacú al hornito de leña con avellanas, chilto y quirquiña; y el curry de pato con ají panka y miel de caña. Para beber el local tiene una corta carta de vinos, sidra y cerveza. Y en las opciones sin alcohol pueden encontrar kombuchas locales.

Para cerrar la visita con broche de oro: el único postre de la casa, chocolate con algarroba, guayaba y hockey pockey. Una delicia.