En los últimos dos meses, he asistido a tres restaurantes en los que la alarma de mi reloj ha sonado por encontrarme en un espacio con “ruido alto excesivo”. Esto quiere decir que la bulla del local alcanzó niveles mayores a 90 decibeles, y “exponerse alrededor de 30 minutos a este nivel de ruido podría causar pérdida temporal de audición”, según la tecnología que llevo en mi muñeca.

Soy de las personas que disfruta salir a comer. Lo hago con regularidad porque es una actividad que me gusta y me encanta hacerlo con la familia y los amigos, más allá del trabajo. Son momentos de reencuentro, pero si debo pasar la velada gritando: ¿qué?, ¿qué dices? No escucho nada…. Mi comida automáticamente se arruina porque todo pasa a un segundo plano, salvo la bulla.

Conversando con el doctor Ray Salazar, otorrinolaringólogo especialista en oído, los problemas de audición vistos en consulta son cada vez más frecuentes y el rango de edad en los pacientes ha bajado considerablemente. “En el Perú hay poco control sobre esto por más que existe una regulación y lo peor es que la gente no se queja porque no lo considera un problema importante por ser un daño a futuro, que no se ve en el momento”, comenta Salazar.

Hace poco visité el restaurante Oteque, del cocinero Alberto Landgraf en Río de Janeiro. Luego de disfrutar la cena, una de las cosas que más me sorprendió fue la impecable acústica que tenía el local.

En Oteque el sonido era un tema de suma importancia. El restaurante es un sólo espacio de techos altos, una casona parecida a un hangar y a un extremo se encuentra la cocina abierta íntegramente. Las mesas son de madera, no hay manteles que las protejan. Landgraf es una apasionado de la música, y el soundtrack que acompaña el restaurante va desde rock clásico hasta punk. Fue en ese momento en el que me percaté de la música de fondo, a pesar de la conversación que tenía con otras tres personas en la mesa. Y al poner atención, me di cuenta que en el restaurante no se escuchaba ningún ruido de la cocina. Ni un cubierto rozar o golpear la mesa, ninguna licuadora, sólo los susurros de los comensales y la música de fondo a un volumen perfecto para conversar sin que la música interrumpa.

Al preguntar el por qué de tanta maravilla, Alberto contó que consultó a distintos expertos en acústica a la hora de hacer el local. Por ello sus dos pasiones convergen a la perfección sin molestar a ninguno de los visitantes.

Conversamos con Clifford Day, de Sonar, experto en sonido, quien comenta que “para escuchar no se necesitan volúmenes súperpotentes, sino es un tema de calidad de sonido. Cuando metemos mucha energía de cualquier sonido en un espacio hasta desbordar nuestra capacidad de escuchar correctamente, el oído se protege repetidas veces y esto nos agota. Cuando el sistema no es capaz de producir las frecuencias correctamente tampoco nos va bien porque estamos haciendo mucho esfuerzo para distinguirlas y esto nos aturde. Esto puede ocasionar problemas médicos más serios como la pérdida en la capacidad del oído pues así como la buena música nos hace sentir bien, la exposición prolongada a disconfort sonoro nos puede enfermar crónicamente”, comenta.

En nuestro país, se suele gastar grandes sumas de dinero en decoración e implementación de locales, para una vez abierto darse cuenta que la bulla es tal que deben llenar mesas y partes del espacio con espumas especiales para absorber en alguna medida el ruido. A eso hay que sumarle las licuadoras, los cubiertos chocando la mesa, la música y a veces hasta el tráfico afuera; y la situación se vuelve abrumadora por la contaminación sonora.

Estoy convencida que música y gastronomía pueden convivir en un mismo espacio. Pero debe haber un balance, o quizás un horario en el que uno pueda disfrutar de una comida junto a sus acompañantes sin quedarse afónico o sordo en el camino. Vivimos en una ciudad donde el ruido es un problema grave y seguir encontrándonos con éste en momentos en los que buscamos tranquilidad, para muchos, es un tormento.