Barra 55, aire fresco
Barra 55, aire fresco

Por Javier Masías 

Eso es lo que uno siente como una corriente cuando abre la puerta de este pequeño establecimiento barranquino los miércoles y jueves por la noche. Hay una barra, dos cocineros que trabajan la propuesta, un tercero de apoyo en la cocina y un cuarto ofreciendo y explicando los platos en la sala. Una carta de entre siete y nueve referencias que cambia todas las semanas. La mayoría son vegetarianas salvo por la aparición de huevo o lácteos, aunque por ahí hubo una vez un döner de cordero. Algunas noches la comida ha sido 100% orgánica y me atrevería a decir que lo es siempre en un 90%. Muchos de los insumos son cosechados por los mismos chefs –Mónica Kisic y Matías Cilloniz son los artífices de este proyecto sin nombre– y, cosa rara para un servicio tan pequeño, otro tanto, como el pan o el yogurt, son elaborados desde cero por ellos. Hay fermentos, mostazas, panes muy bien resueltos, queso de yogurt.

También asoman técnicas de vanguardia con tal tino que resultan imperceptibles la mayoría de las veces. La propuesta es muy relajada y descontracturada –finalmente estamos en un bar, y la gente va a pasarla bien y tomarse una copa– aunque hay platos de concepción tan perfecta que sorprende que se sirvan en un escenario como este. Curiosa aritmética la de esta cocina en la que una barra más dos cocineros es igual a un montón de ideas nuevas para Lima.

Afuera no es extraño ver estas cosas. Mientras en Nueva York empiezan a pulular restaurantes pequeños con barras como protagonistas –por ahí algún periodista ha usado el término del counter culture aludiendo al doble sentido de contracultura y cultura gastronómica de counter–, en Francia el bistronomie ya lleva varios años de desarrollo con principios similares. En Inglaterra los Young Turks hicieron nombre con una serie de pop ups que privilegiaban el producto local y se llevaban a cabo en pubs que cambian cada semana y se anuncian por sorpresa. Lo que tenemos aquí es una intersección de las anteriores en un formato microscópico: ingredientes de primera tratados con cuidado y de modo que el esfuerzo no se nota pero el sabor sí, en un entorno informal y sin ceremonias. La gente come en la barra y disfruta no solo de la comida y la conversación sino del espectáculo de ver a los cocineros ejerciendo su magia. Cocineros libres haciendo lo que les da la gana.

Por ejemplo, calabaza con castañas, labneh y espuma de queso. O pallares rojos –nunca los había visto–, palta asada, rabanito y kimchi. O huevo a baja temperatura con frijoles negros, cebolla confitada, vinagre de jerez y apio encurtido. O coliflor a la plancha, avena, castañas y café. También hay platos menos retadores, totalmente acordes con la lógica de picar y acompañar un gin tonic o una cerveza: un pan con palta y mostaza –el brioche hecho en casa es tostado con mantequilla noisette–, aceitunas fritas con labneh de ají, pan con verdolaga y queso huachucocha rallado.

Pero no solo se ordena a la carta (una carta que cambia más que muchas pizarras): por alrededor de sesenta soles se comen algo más que un puñado de platos que son un reflejo bastante cercano y satisfactorio de lo que se sirvió esa noche. 

Como los cocineros cosechan los martes e inventan y experimentan hasta la puesta en escena de los miércoles, es mejor ir los jueves, pues los platos se van perfeccionando de un día para otro o incluso de una semana a la siguiente.

Por ello, me dicen, los miércoles piensan cobrar un poco menos, algo beneficioso para el que disfruta de sentirse conejillo de indias. Yo lo he sido varias veces y, claro que me han tocado platos que hay que mejorar, pero doy fe de que la experiencia rara vez aburre y por las novedades que se presentan es cuando menos sorprendente. Hay un público para eso (el referente que se me viene a la cabeza es Ben Shewry, quien en Attica, en Melbourne, abre los martes con menús a prueba a precios más bajos).

Y ya que hablamos de dinero, conviene señalar que los precios empezaron entre diez y dieciocho soles pero han ido subiendo hasta llegar a entre catorce y veinticinco, no de manera dramática sino consecuente con el producto, la ejecución y las presentaciones. Varias cosas que he comido ahí son muy superiores y cuestan la mitad de lo que uno se encuentra en restaurantes de mayor trayectoria. Si quisieran podrían subirlos mucho más –van a llegar muy rápidamente a comensales dispuestos a pagar por ello– pero intuyo que eso perjudicaría la atmósfera general. Evidentemente la propuesta es para un público pequeño –ojalá fueran más– que busca siempre cosas diferentes. Por lo mismo, volverá a menudo.

El servicio es rápido, y si bien es ejecutado con simpatía, puede mejorarse (las ordenes de comida se hacen en una mitad de la barra o con una persona en el salón, las de bebida en la otra mitad), pero nada de eso se antepone a una experiencia divertida y diferente. Por lo mismo es una de las cosas más interesantes que han pasado en lo gastronómico este año.

Ojo: no hay postre –recuerde, se supone que esto es un bar– pero si acaban antes de las diez pueden pedirse un helado en Blu, en la misma cuadra.

Barra 55. Av. 28 de Julio 206 D, Barranco. Miércoles y jueves con Mónica y Matías de 20h00 hasta las 12h00 (cocina cierra a las 23h00 o cuando se acabe la comida). Los viernes y sábado van de 20h00 hasta las 3h00 con otro servicio a cargo de Jerónimo de Aliaga.

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