A pocos días de instalarse el próximo Congreso, conviene realizar un repaso a la nueva realidad parlamentaria a la que los representantes estarán sujetos para ejercer sus competencias. La primera de ellas es la posibilidad de una constante mutación de las bancadas producto del transfuguismo, pero camuflada de objeción de conciencia que desconoce la vital relación inversa de toda Asamblea Nacional: “a mayor representatividad, menor gobernabilidad” (Exp. N°0006-2017-TC/PI). En segundo lugar, interpretar que la cuestión de confianza puede plantearse “para cualquier cosa”, cuando sólo cabe para las competencias del ejecutivo; lo contrario resulta una intromisión a la autonomía funcional del Congreso (Exp. N°0006-2018-TC/AI).

La no reelección inmediata de parlamentarios fue el tercer cambio, promoviendo la orfandad política, impedir la profesionalización de sus cuadros y el fortalecimiento de partidos (Ley N° 30906). La cuarta reforma fue la eliminación de la inmunidad parlamentaria (Ley N° 31118), que trajo como inmediata consecuencia desconocer el principio de inviolabilidad, es decir, la garantía de no hacerse responsables “ante autoridad ni órgano jurisdiccional alguno por las opiniones y votos que emiten en el ejercicio de sus funciones” (artículo 93 CP). Todo lo anterior sumado a la resolución que avala al jefe de Estado para interpretar una “denegación fáctica de la cuestión de confianza” (Exp. N° 0006-2019-TC/PC), arma nuclear para promover la disolución de un Congreso incómodo.

Los últimos cinco años han sido nefastos para una forma de gobierno (neopresidencialista) que, con sus más y menos para la gobernabilidad, ha venido operando durante cuatro mandatos democráticos consecutivos en nuestra historia republicana. Se resume en el sistemático menoscabo a la autonomía constitucional del Congreso, ahora capitidisminuido, que desde el 28 de julio tendrá la tarea de fiscalizar el ejercicio del poder gubernamental, pero ahora sin garantías institucionales para un efectivo balance de poderes.