Si bien la Constitución peruana de 1828 fue la primera en establecer una fórmula de juramentación presidencial para asumir el cargo (artículo 87), el pergamino más antiguo que conserva el Congreso fue leído por don Andrés Avelino Cáceres Dorregaray. “Yo (nombre) juro por Dios y estos Santos Evangelios, que desempeñaré fielmente el cargo de presidente que me ha confiado la República, que protegeré la Religión del Estado, conservaré la integridad, independencia, y unidad de la Nación, y guardaré y haré guardar su Constitución y Leyes”. Con el paso del tiempo, la evolución hacia un Estado laico demandó el reconocimiento y respeto a la libertad de culto y, por tanto, algunos cambios en su redacción original.

El desconcierto suscitado por el nombramiento de un presidente del Consejo de Ministros cuestionado en sus credenciales democráticas, no es mayor que el producido durante el preciso acto de juramentación presidencial en el Congreso. Si no resulta válido jurar por la Constitución anterior (1979), como lo hizo la presidencia de Ollanta Humala, tampoco lo es por un texto futuro como juró Pedro Castillo. La institucionalidad demanda el juramento de cumplir con los límites establecidos en las disposiciones constitucionales, que no son una mera formalidad, cualquier acción y omisión contraria a ellas producirá la ilegitimidad del mandato presidencial.

Lo ocurrido durante la trasmisión de mando refleja nuestra debilidad institucional, cuando la omisión de la frase “guardaré y haré guardar su Constitución y Leyes”, clave en la fórmula de juramentación, no suscita el inmediato desconcierto y rechazo de nuestros representantes parlamentarios. Se trata del compromiso político-jurídico vital de un ciudadano electo para asumir el mandato presidencial: observar los principios y reglas de un buen gobierno civil en democracia. No es válido jurar por algo que no existe, ni sabemos qué contiene.