Todo se vuelve más confuso en Argentina desde que las pruebas de absorción atómica confirmaron que no había residuos de pólvora en las manos ni en ninguna otra parte del cuerpo del fiscal Alberto Nisman. Las conjeturas de que habría sido asesinado crecen. Nadie puede responsabilizar sin pruebas. Esa es una premisa jurídica. Las pruebas es lo único que podrían determinar imputación penal.

A la luz de los antecedentes periodísticos y de las declaraciones del propio fiscal federal abatido, los sospechosos estarían en el más alto nivel del Estado argentino, pero también es cierto que los puede haber desde sectores contrarios al gobierno que podrían estar conspirando contra el régimen. Todo es posible. Desde que Nisman denunció a la presidenta Cristina Fernández de que estaría coludida con el gobierno de Irán para impedir que sean llevados a Argentina, por el mecanismo de la extradición, los responsables del atentado en la Asociación de Mutualistas Israelí Argentina en 1994. Según el fiscal, este entendimiento se habría realizado con la finalidad de obtener favores comerciales para el país, que buscaba el intercambio de petróleo por granos a fin de superar la crisis económica y muy compleja que afronta Buenos Aires. La expareja del desaparecido fiscal Nisman ha sido aceptada como querellante en el caso de la muerte del padre de sus dos hijas, y entonces la situación se volverá más complicada porque buscará superar el difícil camino de hallar a los culpables.

Todo este panorama sucede en la nación que tuvo el privilegio de ser considerado en su momento -allá por finales del siglo XIX y comienzos del XX-, como un país del primer mundo. Argentina, con cerca de 42 millones de habitantes, atraviesa una de las crisis más complejas y si quiere salir del escollo deberá evitar la impunidad. Eso es lo primero.