El papa Francisco es el cuarto pontífice que visita Filipinas, el país asiático con mayor cantidad de católicos (80 millones). En su viaje a Manila, y mientras estaba en el avión, ofreció una conferencia de prensa y, con la franqueza que lo caracteriza, lanzó unas declaraciones muy comentadas: “…no se puede insultar la fe de los demás, uno no puede burlarse de la fe”. Las hizo en directa alusión al semanario parisino Charlie Hebdo, vilmente atacado por la insania terrorista luego de publicar caricaturas sobre Mahoma, el profeta mayor del islam. La violencia yihadista es absolutamente injustificable y creo que en ello existe unanimidad de criterio, que ha sido la misma unanimidad que lo ha condenado. Creo firmemente que la libertad de expresión no puede tener límites, porque ese atributo es un estado de naturaleza humana que debemos siempre preservar, y esta columna da fe inquebrantable de ello. Ahora bien, es un principio de las relaciones humanas el respeto entre todos. El Derecho lo comprendió perfectamente y lo hizo suyo, de allí que jurídicamente existe una premisa incuestionable: “Los derechos de uno terminan donde comienzan los de otro”. Esta verdad, que tiene incluso una construcción kantiana, no es incompatible con la libertad de expresión ni oponible a esta. La intolerancia no soporta la libertad de expresión como la dignidad a la humillación. El ser humano es un ser racional y su capacidad para distinguir lo bueno de lo malo es extraordinaria. De las cuestiones humanas, la religión es quizás de las más sensibles. Imaginemos por un instante una caricatura que deforme al Señor de los Milagros o insulte a nuestra madre, como lo dejó entrever el Papa. El único límite a la libertad de expresión es el libertinaje de la expresión, y ante ello surge el derecho, nunca la fuerza.