La personalidad del político define su acción política. Tenemos en el Perú políticos halcones y políticos palomas. Los unos consideran imprescindible ejercer el poder con objetivos concretos y utilizando el realismo como arma de largo alcance. Los otros son más idealistas, kantianos que abrazan la utopía de la paz perpetua, y ven en la política una eterna concordia, un pacto de no agresión que busca finos equilibrios diplomáticos. Lo interesante es que esta dualidad política no proviene, como tantas otras cosas, de la religión. La práctica de la religión entrena al ser humano para la lucha. El hombre religioso es un hombre en pie de guerra. Lucha todos los días contra sí mismo y contra el mundo que aspira a transformar. La paz llega tras esta lucha diaria, no es un punto de partida que se obtiene sin guerra de por medio. Por eso, el que quiera paz que se prepare para la guerra.

Cuando el político lucha para transformar la realidad, tiene la oportunidad de convertirse en un estadista. Ciertamente, la lucha no puede ser contra los molinos de viento de la ensoñación. La guerra debe declararse en función de objetivos concretos, de metas realistas que el político pueda alcanzar. Estas metas por fuerza son escalonadas. Roma no se hizo en un día, decían los romanos, y tenían razón. Las grandes ciudades, las repúblicas destinadas a la hegemonía y al poder son el producto escalonado de varias generaciones. Muchos peruanos tienen que inmolarse para aumentar la grandeza de nuestro país.

Este lenguaje, el del sacrificio, sirve para halcones y palomas. Unos con objetivos más concretos y sin miedo a emplear el poder otorgado soberanamente. Otros más diplomáticos y dispuestos a firmar alianzas que no se agoten en un espejismo. Todos, desde sus trincheras de partido, dispuestos a servir al Perú.