La complementariedad es una realidad que el Derecho reconoce, no genera. Este reconocimiento positivo debería fundarse en una realidad metajurídica, que es anterior y superior a la realidad jurídica: la realidad material. Este principio de la realidad era un principio iusfilosófico plenamente asumido mientras se mantuvo en la comunidad académica la idea de la existencia de un derecho natural. La complementariedad es, pues, una idea que parte de la realidad. Ejemplos de complementariedad abundan: hombre-mujer, empleador-trabajador, comprador-vendedor, madre-hijo. Estado-comunidad política, fundamental para la comprensión de nuestro entorno.

La complementariedad es relevante para el Derecho. Enriquece las relaciones interpersonales, llevándolas a su plenitud. La complementariedad fortalece el tejido social, fortalece a la comunidad política y permite el diseño y la operatividad de un sistema institucional robusto. De hecho, la evidencia empírica señala que la confianza interpersonal, que nace de la complementariedad de las relaciones sociales, es la base de un Estado de Derecho eficaz y eficiente. Si queremos Estado de Derecho, tenemos que generar confianza en las instituciones, y para generar confianza necesitamos complementariedad, no dispersión.

La igualdad, el tercer factor de esta ecuación política, es el reconocimiento de un hecho natural que se fundamenta, como lo señala nuestra Constitución, en la dignidad humana. El Derecho se consolida en función de la dignidad. Cuando la ley se impone a la dignidad, entonces el hombre es un lobo para el hombre: “homo homini lupus”. Si el Derecho se funda en la dignidad hasta las últimas consecuencias, entonces el hombre, para el hombre, es persona: “homo homini personae”.