Un discurso extraño el que acaba de pronunciar el presidente de Ecuador, Rafael Correa, al celebrar por todo lo alto sus primeros 8 años en el poder. Me ha llamado la atención su alusión a que la meta del país es el “infinito”. Por afinidad, esta calificación podría estar asociada a otros términos como “para la eternidad”, “por siempre”, etc. Cuando en el poder a algunos mandatarios les cuesta pronunciar discursos en los que digan, por ejemplo: “Cuando deje el poder”, “pronto seré uno más como ustedes”, “me voy tranquilo”, etc. Esta tendencia no se ve para nada en Correa, quien ha realizado innumerables modificaciones constitucionales para mantenerse al frente del Estado.

Sin duda, en nuestra América Latina el fenómeno del caudillismo ha sido transversal desde que los Estados se hicieron independientes en el siglo XIX. La alternancia en la conducción del poder cuesta y mucho. El presidente Correa sabe perfectamente que la actual Constitución ecuatoriana ya no le permite seguir en el poder después del 2017, pero es muy probable que vuelva a realizar movidas políticas para seguir en la Presidencia. Ha sabido manejar los frentes de la política interna y ha logrado sagazmente un control absoluto de la Asamblea Nacional (Parlamento ecuatoriano) a través de la oficialista Alianza País, que él lidera.

La economía ecuatoriana está dolarizada desde hace ya varios años y Correa ha prometido que llevará adelante una receta para el crecimiento basada en el talento humano, la tecnología y la innovación. Eso está bien, pero debe saber que nadie es indispensable y menos en la administración de la cosa pública. Su “revolución con innovación” no puede pisotear la democracia para más de 15 millones de ecuatorianos. Lo seguiremos de cerca, pues ningún mal ejemplo puede cundir en nuestra región.

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