Las reformas constitucionales no son mejores en cantidad sino en calidad, es decir, en la posibilidad que una corrección formal pueda producir una serie de cambios favorables para el funcionamiento del sistema político. Para comenzar necesitamos algo de realismo, pues copiar el texto de un país con tradición constitucional no produce los mismos resultados, más bien puede que ocurra todo lo contrario. Por un lado, si una institución funciona, preferible es no tocarla pretendiendo su perfección normativa; por otro, si pensamos que la Constitución puede funcionar mejor, lo más conveniente es esperar a que termine de asentarse gracias al concurso de las fuerzas políticas empeñadas en hacerla operar bajo las reglas democráticas. La “fórmula mágica” se encuentra en el consenso entre gobierno y oposición con el ánimo de producir convenciones que sean fuertes y longevas en el tiempo.

El problema de fondo para el funcionamiento de una Constitución se encuentra en las fallas para el debido ejercicio de la política que en las disposiciones normativas. En resumen, antes de decidir una reforma reparemos en tres requisitos para evitar un cambio meramente estético al texto o contraproducente al sistema político: paciencia, tolerancia y empeño. Una receta más humana que jurídico-positiva.

Con respecto a nuestra realidad política, la reforma que más daño le ha causado a nuestra forma de gobierno ha sido la no reelección inmediata de congresistas. Se aprecia que las bancadas son menos organizadas para ejercer la oposición política al gobierno, tampoco hay liderazgos claros, sin contar que los congresistas más jóvenes no podrán continuar y seguir profesionalizándose como representantes parlamentarios. En consecuencia, en vez que la reforma promueva la renovación de una clase política, ha brindado personas con cinco años de práctica parlamentaria que, trascurrido su mandato representativo, será difícil que vuelvan a la arena política.