El águila de Hipona decía que la Iglesia tiene el derecho y el deber de proclamar la verdad, y que esta verdad no se limitaba al ámbito del Evangelio. Para San Agustín, la verdad debía ser proclamada completa, y siempre tenía una repercusión en todos los ámbitos de la vida humana. La política, la economía y las relaciones sociales formaban (y forman) parte de esa realidad que debía (debe) ser transformada por la verdad cristiana. La doctrina de las dos ciudades, la ciudad de Dios que se contrapone a la ciudad pagana, está fundada sobre esta premisa: la verdad cristiana debe ser propuesta a la humanidad con el fin de elevar todas las realidades de la tierra hasta su máxima expresión.

El laicismo radical pretende eliminar el hecho religioso de la vida social. La dictadura del relativismo y la tiranía de lo políticamente correcto aspiran a instaurar un régimen etsi Deus non daretur, como si Dios no existiese. Es más, el nuevo orden mundial promovido abiertamente por una criptocracia militante es formalmente anticristiano. Así, retornamos al siglo III: “Llueve, la culpa es de los cristianos”. Todo lo malo, para esta inquisición laicista, tiene que ver con la religión de la mayoría.

El Papa visita el Perú tras la invitación de la Iglesia para confirmarnos en la fe mayoritaria de nuestro pueblo. El Papa no ha cambiado ni una coma de la fe que proclamaron los apóstoles y que defendió la brillante pluma de Agustín. El obispo de Hipona decía que la Iglesia habla todas las lenguas, y las que no habla, las hablará. Francisco viene a recordarnos que el cristianismo está vivo en el corazón de la mayoría. El Papa viene a despertar esa fe, para volverla operativa y eficaz. Porque solo desde el cristianismo obtendremos la fuerza necesaria para transformar el Perú.