El “Figallogate”, reciente escándalo que involucra al ministro Figallo y al asesor presidencial Gates, ha traído a la marquesina pública un hecho impresionantemente contradictorio: la repentina atención al instrumento del testimonio grabado como elemento de prueba de indicios o evidencia de comisión de delito.

¡Plop! De súbito, la hasta hace poco tiempo procuradora indiscutible por su honestidad, Yeni Vilcatoma, se convierte en “loca”, “mentirosa”, “abusadora de la confianza” y desubicada” por grabar una conversación suya con el pomposo y muy bien relacionado ministro Figallo. Y políticos y analistas se vuelcan a señalarla, estupefactos, horrorizados de que se haya atrevido a tamaña violación de la intimidad.

No salgo de mi asombro. Se trata de los mismos que hace pocas semanas celebraron con sorna y burla el destape de un hecho que concernía a la intimidad sentimental de una asesora del Congreso, envuelta sin querer en un aparente triángulo amoroso que contaba con el protagonismo de dos miembros de ese poder del Estado. Los mismos que se regodearon con los célebres audios de Lourdes Flores, donde se hacía alusiones a su anatomía. Los mismos que elevaron su dedo acusador sobre León y Quimper por el audio en que hablaban de petróleo y “aceitamientos”. Los que reprodujeron hasta el retrete de Fujimori e hicieron escarnio de su más privado espacio personal. Y cómo no mencionar que son también los mismos que compraron el célebre video Kouri-Montesinos, obtenido doblemente de manera fraudulenta, nada menos que para tumbarse un nefasto régimen de corrupción que amenazaba con perpetuarse en el poder.

En ninguno de esos casos hubo siquiera una leve mención a cosas como “grabaciones impropias”, “prueba nula por origen ilegal”, “invalidación de testimonios por fuente ilegítima” o “derecho a la privacidad e intimidad”. Sin embargo, como por arte de magia, la élite pensante de una sociedad plagada de voyeuristas y oidores, que ha convertido en millonarias a cuanta gente ha hecho del chisme todo un género de investigación social, de pronto cae en cuenta, y le cae con todo a una sencilla, pero valiente abogada que solo actuó en la sincera creencia de que cumplía con su función de luchar contra la corrupción.

Llegados a este punto, es válido preguntarse si solo Figallo o Gates son los únicos interesados en no profundizar la hipótesis de investigación que conectaría a Belaunde Lossio con las altas esferas del poder. De pronto, no son los únicos y la verdadera acción está todavía por venir.

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