Quizás, el mayor reto del gran experimento educativo que estamos llevando a cabo a escala global, sea mantenernos emocionalmente cerca a pesar de la distancia. El aprendizaje es un proceso social, se construye a partir de los vínculos que desarrollamos unos con otros.  Es la única manera de desarrollar las competencias integrales. 

Por tanto, alterar nuestra sociabilización tiene que tener un impacto grande en las formas de aprender y en los aprendizajes que podemos lograr en este año atípico; razón por la cual hemos priorizado algunas competencias frente a otras.

Trasladar la energía vital, la contención, el espacio compartido del “aula tradicional” es difícil (casi imposible) de manera virtual, remota o asincrónica. En el caso de la educación virtual, los alumnos fácilmente están “sin estar”. 

En el caso de la educación remota, no tenemos control sobre el contexto real del niño, ese que importa tanto para su aprendizaje. Que los niños y educadores no puedan estar físicamente cerca no será nunca una situación deseable. Sin embargo, es lo que toca, por la crisis sanitaria. Hoy más que nunca, los docentes necesitamos atrevernos a cambiar las formas de acercarnos y conectar con los estudiantes.

Partir de lo que a ellos realmente les interese siempre es de vital importancia (es lo que hace al aprendizaje “significativo”), pero en este contexto se vuelve obligatorio. Visto desde la posibilidad, la camisa de fuerza que nos impone la distancia nos puede ayudar a revolucionar nuestra pedagogía. Así como el COVID-19 aceleró la transformación digital de las empresas, existe la posibilidad de que acelere la práctica de una pedagogía realmente centrada en los estudiantes.

Cuando volvamos a las aulas con el aprendizaje incorporado (nosotros los adultos), podremos llevar nuestro sistema educativo a otro nivel.