Somos un país adolescente de doscientos años. Hemos construido una república inmadura, frívola, disociada de la realidad, ausentista. La clase dirigente no ha sabido responder a las grandes necesidades de la población. Y el pueblo, soliviantado una y otra vez por los caudillos de turno, ha preferido el discurso antes que la realidad. La gran crítica de la generación del 900 continua intacta, puede aplicarse coma por coma, punto por punto. El discurso sobre “la crisis presente” de hace cien años pronunciado por Víctor Andrés Belaunde bien podría escribirse para estas horas. El Bicentenario no ha restañado las heridas, las ha abierto más, las ha profundizado. La infección denunciada por los pensadores peruanos hace más de un siglo ahora es septicemia. El Perú está en la UCI y no hay vacuna que lo salve.

Este panorama por fuerza sombrío jamás debe desesperarnos. Por el contrario, es necesario que nos revistamos de la armadura de la esperanza y del escudo de la realidad. Ciertamente existe una clara fatalidad republicana, pero esta debe ser conjurada con esfuerzo, trabajo, prudencia y realismo. Y primero que todo, unidad. Los países se levantan cuando luchan por principios realistas, no cuando se entregan a utopías ideológicas que terminan instaurando miseria, exilio, populismo y odio al hermano que piensa distinto.

Pienso en la gran labor que los que cooperadores de la unidad tendrán en este Bicentenario. Pienso en cuánto necesitamos sembradores de paz, no de odio. Los grandes países se construyen uniendo a los distintos en torno a principios comunes, a grandes acuerdos que movilizan mayorías. Nada grande nace del enfrentamiento fratricida o de la revolución radical. Olvidan nuestros revolucionarios y todos sus aliados que después del directorio llega siempre la dictadura.

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