Que el futuro es de los niños y de los jóvenes es una ilusión engañosa, que puede ser usada para evadir nuestras responsabilidades como adultos. Como dice Humberto Maturana: “El futuro de la humanidad no son los niños. Somos nosotros los adultos con quienes ellos crecen”. Después de la pandemia, ya nada volverá a ser igual que antes, y eso no debe afligirnos, porque de nosotros depende que sea efectivamente mejor. Para que sea así, debemos poner todos nuestros esfuerzos enfocados en fortalecer a la primera infancia, porque es ahí donde se construye la esperanza. Durante los 3 primeros años de vida se generan 700 conexiones neuronales por segundo. Esta cantidad de conexiones nunca será igual, por más plasticidad que nuestro cerebro mantenga. En estos primeros años, las niñas y niños sientan las bases de su forma de interrelacionarse, lo cual les permitirá participar con éxito en la sociedad (definiendo el éxito como bienestar para uno mismo y los demás). A la misma vez, es una etapa de enorme vulnerabilidad, ya que los niños pequeños dependen enteramente de los adultos que les rodean y de las oportunidades que les provean. Los malos tratos o falta de oportunidades pueden generar efectos irreversibles. Si queremos verlo en números, cada dólar invertido en primera infancia tiene un retorno de entre 4-9 dólares (MIDI, 2016).

En esta campaña electoral tan accidentada es fácil concentrar nuestras demandas en necesidades inmediatas. Sin embargo, la única forma de tener un país viable es invirtiendo en el presente, en ese partido que se juega hoy, en cada plato de comida de cada bebé, niña o niño, cada juego, cada interacción respetuosa con su adulto, en todo lo que permitirá que crezcan seguros y felices. Exijamos a nuestros candidatos planes efectivos y enfocados en Desarrollo Infantil Temprano.  Preguntemos cómo y con qué fondos se llevarán a cabo sus propuestas.