Cada día duele más en el corazón la ausencia del calor familiar. De la cercanía habitual con los hijos, la esposa o la novia. Del beso justo y necesario. Del abrazo con el alma. Del reanimador palmotazo en la espalda. Del respirar del mismo aire. De la mesa servida para todos. Del ‘bienvenida, vecina, pase usted adelante’. Del hablarnos sin máscaras. Al fin y al cabo, cada vez tenemos mayor ansiedad por recobrar la “normalidad”, si es que algún rezago queda de ella a esta altura de la pandemia.

Y es que costumbres, rutinas, acciones, sueños, proyectos, sentimientos, emociones, sensaciones, propuestas, gustos, aficiones y planes de vida se han detenido en seco bañad@s en lágrimas y, lo que es peor, el Covid-19 nos hace ver entre nosotros como unos apestados que debemos caminar guardando una distancia y con la boca y la nariz tapadas para no inhalar muerte, como aquellos 6 mil compatriotas y pico que sucumbieron ante el virus de la aureola o corona.

El consejo es que vayamos acostumbrándonos a convivir con este bicho porque será difícil doblegarlo y, mientras sale la bendita vacuna, hay que torearlo con las armas sanitarias repetidas hasta la saciedad: lavado de manos con jabón, uso de mascarillas (aunque para correr son una joda) y respetar el distanciamiento social. El #YoMeQuedoEnCasa ya no mucho tiene asidero, como lo evidencian los ambulantes trashumantes en la capital.

Por lo demás, el nuevo coronavirus y su tenebroso contagio ha empujado al mundo -y Perú no es ajeno- a flujos distintos de trabajo en los negocios, comercios, banca y altas finanzas (establishment, que le dicen) y, entonces, todo entrará en ebullición y la chamba remota, por ejemplo, se abrirá paso inexorablemente.

“Cuando yo escribí esta canción no existía ni Facebook, ni Twitter, ni hashtag, ni la puta que los parió”. Genial frase de Joaquín Sabina de la que Zoom ya tomó nota.