La Navidad es una época para reflexionar y analizar el sentido de la vida, contemplando el misterio de la Encarnación y su circunstancia especialísima, única, siempre determinada por el protagonismo de una familia (la sagrada familia) que actúa en función a la Providencia. La sola existencia en la historia de un Dios hecho hombre desafía todo entendimiento humano. ¿Por qué lo hizo? Que Dios plante su tienda en medio de nosotros con el fin de salvarnos es, para mucha gente, algo simplemente incomprensible. Que venga como un niño indefenso es alucinante, pero que muera en la cruz raya con el escándalo. Sin duda los dos hechos están esencialmente relacionados, pero reflexionar sobre ese vínculo es una operación de alto riesgo, porque si Dios vino a salvarnos entonces la vida tiene un sentido trascendente, una vocación superior que todos tenemos que descubrir y cumplir.

¿Quiere la gente reconocer la existencia de esa vocación? ¿Se sienten llamados, escogidos por Dios para algo súper importante que nadie más, salvo uno, puede cumplir? ¿Se consideran elegidos para un destino particular? A lo largo de mis años como profesor he planteado esta interrogante muchísimas veces. La verdad es que la respuesta a estas preguntas es grave, particularmente grave, porque nadie que responda estas cuestiones queda intacto. De allí que muchos eludan durante años la confrontación esencial de su propia existencia, vegetando en el sopor de lo efímero, disfrutando de las distracciones más o menos brillantes que ofrece la vida. Sí, vivimos jugando a no tener preguntas radicales para evitar la importancia de las respuestas.

La Navidad es un gran momento para preguntarnos todo desde el principio, sin miedo a esas respuestas que definitivamente cambiarán nuestras vidas.