“Dime algo, y lo olvidaré; enséñame algo y lo recordaré; hazme partícipe de algo y lo aprenderé”, dice un proverbio atribuido a Confucio. Que aprendemos mejor a través de la experiencia no es novedad. Dentro de las incontables experiencias que podemos tener, los viajes guardan un lugar especial.

¿Qué hace tan especiales a los viajes? Eduardo Cirlot (1992), en su "Diccionario de Símbolos", nos da algunas pistas: “…desde el punto de vista espiritual, el viaje no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo… los héroes son siempre viajeros, es decir, inquietos…el verdadero viaje no es nunca una huida ni un sometimiento, es evolución. Viajar es buscar” (pág. 460).

Aprender a viajar es una habilidad para la vida y, como todo, es mejor aprenderla desde pequeños. Lo primero es la actitud con la que viajamos. Ponernos “en modo viajero” implica estar abiertos a las experiencias nuevas, a lo desconocido, a probar, a mirar cosas diferentes. Tiene que ver con ensayar la empatía y la confianza, con reconocer que hay muchas formas de vivir y que tenemos mucho que aprender de cada perspectiva.

Cada grupo humano diferente que conocemos, con su forma de hablar, su lengua, sus costumbres, sus climas; nos pueden enseñar diferentes cosas. Por ejemplo, un clima tropical nos puede ayudar a tener una relación más natural con la corporalidad; un clima muy frío nos puede enseñar sobre la necesidad de prevenir. Finalmente, los viajes son oportunidades especiales para conocernos mejor, para refrescar nuestra mirada, tener nuevas ideas y recargar energía. Nos recuerdan que el mundo es ancho y ajeno, y que nos ofrece muchos caminos para recorrer. De nosotros depende seguir buscando y evolucionar.

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