El verbo que más se conjuga en la política peruana es mentir. Y, mea culpa de por medio, la población debería sincerarse y aceptar: nosotros (también) mentimos. Porque esa es la purita verdad. La amenaza está en que: “Nunca se miente más que después de una cacería, durante una guerra y antes de las elecciones”, como dejó escrito sobre piedra el estadista alemán Otto Von Bismarck.

Una imperdonable mentira electoral es aquella que llenó la boca de los últimos presidentes de la República, referida a la infraestructura sanitaria, y que la COVID-19 está infligiéndole un mortal provecho: prometieron los recursos necesarios para sacar de cuidados intensivos al sector salud, sin embargo, lo que tenemos es una red asistencial de terror, con hospitales desequipados, destartalados, abandonados, con pronóstico reservado (salvo las milagrosas villas de EsSalud).

Y la mentira del pueblo está amarrada, precisamente, al estatus de falsedad que chorrea desde arriba. La falacia se mimetiza con el establishment y, entonces, ser un Pinocho, como Martín Vizcarra, resulta muy fácil. “Cuando nos miente alguien con poder, arruina nuestra confianza en las instituciones políticas, hace que la población se vuelva muy cínica acerca de sus motivaciones reales”, afirmaba Robert Feldman, autor de “El mentiroso en tu vida”.

Y fallarle siempre al país, votar con los pies, llenar el Congreso de faltosos, arrebatarle el celular o la billetera al prójimo desprotegido, vender un medicamento “trucho”, no serle leal a nada, zurrarse en el distanciamiento físico, llevar la mascarilla de adorno y contagiar el virus, todo esto, ha conformado una gigantesca bola de mentiras que colisiona con lo que gritamos orgullosos en los momentos de gloria: “¡Arriba, Perú!”.