La pulsión estatista se apodera de nuestro país. Una cosa es el control, imprescindible para señalar los límites de la libertad, y otra, muy distinta, la estatolatría, la subversión funcional que coloca al Estado por encima de la persona. Cuando esto sucede, la persona es cosificada e instrumentalizada y el Estado deificado, a manera de Leviathan impersonal incapaz de fallar. La democracia, sin frenos éticos, funciona solo en base al consenso y el consenso, por definición, es volátil, manipulable, contingente y, por ende, débil y debilitable.

La estatolatría se consolida cuando la persona cede su lugar en el orden político siendo sustituida por su creación artificial: el Estado. Así, por la regla de expansión del poder (ars aspergendi), el Estado conculca libertades y cae en la híper regulación que castra la iniciativa privada. El equilibrio entre libertad y control es la clave del buen gobierno mixto. Esto, comprendido y estudiado durante siglos, constituye el eterno retorno de la política institucional.

La crisis sistémica que hemos padecido durante tres años debilitó a la clase política generando la necesidad de orden y estabilidad. Olvidada la historia, reescrita por los vencidos y mediatizada por sus parientes ideológicos, el Estado surge como el remedio a todos los males de la República. Ante un escenario de amnesia colectiva, frente a una juventud que desconoce la historia del Perú, es preciso volver a enseñar las verdades del sentido común: el Estado imperial siempre es tiránico, la iniciativa privada debe ser promovida y respetada, la ley no debe utilizarse como arma de persecución política, el populismo solo genera miseria y corrupción. Un Estado gigantesco, un ogro filantrópico es el sendero más seguro hacia la pobreza y esto no lo debemos olvidar jamás.