Kilo y el problema de la carne
Kilo y el problema de la carne

Por Javier Masías @omnivorusq

Qué aburrido se ha vuelto el tema de la carne en Lima. No solamente se parecen la mayoría de formatos sino que, en un negocio cuyo éxito descansa en buena medida en el producto, casi todos los restaurantes trabajan con el mismo proveedor. De La Cabrera a El Charrúa, se come la misma carne casi siempre, del mismo lugar e importador. Y en todas las cartas se consigna el vocablo “angus” como si fuera una palabra mágica que habla de calidad y no de lo que es, una raza de ganado tan buena como otras para llevársela a la boca. Han sido el marketing y las relaciones públicas los que, en su afán de promover un solo producto, han convertido al pequeño lujo de la carne en una experiencia relativamente plana y aburrida.

Lo digo a propósito de Kilo, un restaurante que acabo de visitar atendiendo a una invitación. Hacen un esfuerzo por diferenciarse: los cortes van hasta en tres tamaños, desde 250 hasta 500 gramos, como para no tener que comer demasiado o verse obligado a compartir algo que de pronto no le provoca tanto como a su acompañante. Todos los precios (desde S/62 hasta S/164 según el caso) incluyen dos guarniciones y una mantequilla saborizada para derretir encima, de pesto, pimiento, pimientas o ajíes. Y tienen una propuesta de coctelería propia diseñada por un bartender reconocido en el mercado. Hay cosas que ajustar en la cocción -la entraña es un corte delicado que en lo que espera en el plato caliente para llegar a la mesa, se pasó del punto requerido- y las guarniciones que se elaboran en casa podrían ser más interesantes y contundentes, pero el concepto es claro: un restaurante de carnes a la parrilla que ofrece la posibilidad de elegir cortes, tamaños y guarniciones a un precio ligeramente más bajo que el promedio. El problema es que otra vez, más allá del arte del parrillero, la carne es la misma que sirven en La Cabrera, El Charrúa, Pablo Profumo y casi cualquier establecimiento del género que se le ocurra.

Pero no solo allí se instala la estandarización. Una de las guarniciones que me proponen está hecha con papas fritas de bolsa que solo saben a glutamato y sal. Otra, con choclos amarillos transgénicos, también importados. Mientras pienso por qué alguien querría en el país de las miles de variedades de papas y de los cientos de tipos de choclo, poner eso en la mesa de un restaurante, constato que ya son varios los establecimientos con ticket promedio más alto que sirven gracias similares -se me vienen a la cabeza los “celebrados” camotes de La Cuadra de Salvador, pero son muchos más los ejemplos-. Lo más preocupante es que a cierta parte del público parece no importarle que les sirvan comida rápida a precios de salón.

¿Lo duda? Dese una vuelta por cualquiera de las tiendas de Oregon Foods y cómprelas usted mismo. Kilo no está mal, como tampoco están mal los demás restaurantes de carnes de Lima ni necesariamente Oregon Foods. Lo que está mal es la limitadísima oferta de carnes de Lima, las guarniciones industriales que empiezan a acompañarlas en restaurantes de ticket medio y alto y el hecho de que a nadie parece importarle el sabor de lo que come.