La crisis presente se profundiza y cada vez más nos parecemos a las ruinas de Cartago. Amenazados colectivamente por el vicio del radicalismo, recordé la furibunda crítica de Riva Agüero a la clase dirigente peruana: “Por bajo de la ignara y revoltosa oligarquía militar, alimentándose de sus concupiscencias y dispendios, y junto a la menguada turba abogadil de sus cómplices y acólitos, fue creciendo una nueva clase directora, que correspondió y pretendió reproducir a la gran burguesía europea. ¡Cuán endeble y relajado se mostró el sentimiento patriótico en la mayoría de estos burgueses criollos! En el alma de tales negociantes enriquecidos ¡qué incomprensión de las seculares tradiciones peruanas, qué estúpido y suicida desdén por todo lo coterráneo, qué sórdido y fenicio egoísmo! ¡Para ellos nuestro país fue, más que nación, factoría productiva; e incapaces de apreciar la majestad de la idea de patria, se avergonzaban luego en Europa, con el más vil rastacuerismo, de su condición de peruanos, a la que debieron cuanto eran y tenían!”.

¡Cuánta razón tuvo Riva Agüero! La crisis presente también es una crisis de clase dirigente. El radicalismo no ha conquistado el poder desplegando una gran estrategia. Vencieron sobre fantasmas. En el Perú la clase dirigente renunció a su misión histórica evitando dirigir la política para no confrontar en la economía. El precio a semejante cálculo fenicio es alto pero constante: la revolución y la división nacional.

Sin dirección nacional, sin proyecto realista y viable, el pueblo abraza las utopías, incluso las más peligrosas. El bicentenario nos encuentra con una clase dirigente herida, confundida y sangrante, lo que obliga a reconfigurar el espectro político. O se renuevan o perecen. Mirar de costado no les va a funcionar.