A esta altura de la pandemia, los peruanos nos hemos pegado el rótulo de esperanza en la frente. Es lo último que se pierde, dicen. Lo veo en las personas que, sin chistar, cumplen los protocolos biosanitarios. Y también en quienes desobedecen las medidas preventivas, refugiados precisamente en la esperanza de que la panacea está en camino. Pero mientras llega la salvación, ese juego de desacato puede ser mortal. Como ocurrió en una discoteca de Los Olivos, con 13 víctimas.

“Si ayudo a una sola persona a tener esperanza, no habré vivido en vano”. Martin Luther King la tenía clara. Resulta necesario pintarse la cara color esperanza, entonces. Pero si en el ínterin respetamos la vida de aquellos que nos rodean, con el distanciamiento social por ejemplo, el luto dejaría de extenderse de la mano con el dolor. Y mientras hay vida, hay esperanza, dicen también.  

Desde luego, la esperanza -encaramada en esa masa de rostros- va en conjunción con la fe. Son sentimientos generados por la ilusión de lograr algo. En este caso, salir de los dominios de la COVID-19. Volver a la normalidad. Aunque los pronósticos de la OMS son que el mundo no recuperará la “vieja normalidad en un futuro previsible”. “Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol”, precisaba otra vez Luther King. Lo cierto es que toda esta fortaleza interna se aprende en la niñez. Los padres son los primeros generadores de esperanza cuando te motivan a sortear esa vicisitud porque saben que lo conseguirás. 

Es un intento tangible de sentirnos mejor, y, si vamos más a fondo, ya es parte del instinto de supervivencia. Que la esperanza sea la fuerza del corazón y la responsabilidad -no más antros del terror- el arma de defensa frente al coronavirus hasta que podamos gritar: ¡Bingo!