Todos los que recordamos los años siniestros del terrorismo en el Perú somos conscientes de lo mucho que avanzó nuestro país cuando Sendero Luminoso y el MRTA fueron derrotados en el campo militar. Los coches bombas, los asesinatos selectivos, la violencia y el odio de clases, la destrucción material y moral de los que no pensaban en clave marxista fueron los signos distintivos del terrorismo revolucionario. Oponerse a los terroristas equivalía a una sentencia de muerte. Miles fueron masacrados y torturados por el terrorismo ideologizado, sin piedad, sin compasión, todo en nombre de un paraíso utópico llamado “comunismo”.

La derrota militar del terrorismo no liquidó al marxismo ideológico. Replegándose, mimetizándose, muchos de esos revolucionarios que optaron por la guerra popular, se infiltraron en las instituciones, en los movimientos ciudadanos, en la esfera pública. Era ya imposible defender la lucha armada como vía para conquistar el poder. Imposible no por falta de voluntad revolucionaria, sino por su evidente derrota en el campo de batalla. Entonces apelaron a una estrategia de infiltración y expansión a mediano y largo plazo. Pero la idea, el concepto de guerra fratricida para establecer una dictadura del proletariado solo ha cambiado de método, no de objetivo. Quieren el Estado, no por las armas, sino utilizando las instituciones.

La paz no se puede defender con posturas tibias o errando en el diagnóstico. Mucho menos con ese fariseísmo político autorreferente y condescendiente con lo que está sucediendo. Aquí nos estamos jugando la guerra y la paz. Solo en paz los países crecen, se desarrollan, se estabilizan, generan una sociedad de oportunidades. Solo en paz subsiste la democracia. Solo en paz el Perú podrá sobrevivir.