El annus horribilis que termina debe hacernos reflexionar sobre la miseria y la grandeza de la condición humana. Ciertamente, la pandemia nos obliga a pensar sobre el excesivo triunfalismo de nuestra era, un positivismo arrogante que ensalza y cosifica a la persona, curvando la realidad hasta extremos insospechados. Esta grave paradoja ha sido acentuada por el relativismo evanescente que caracteriza a nuestro tiempo. Nada es verdad porque todo es relativo, menos el mantra repetido globalmente y convertido en el leitmotiv de esta generación: salvo el placer todo es ilusión.

La civilización hedonista del espectáculo ha sufrido un golpe inmenso con la extensión de la pandemia. Hasta hace un año la humanidad defendía tácitamente el triunfo vanidoso del superhombre y un concepto de libertad cuasi luciferino. Pero un virus microscópico ha terminado por arrojarnos a los brazos de la realidad: somos mortales y algún día nos reuniremos con nuestro Creador.

La pretendida superioridad técnica ha sido desafiada, la propia impenetrabilidad del Estado benefactor, un ogro filantrópico infalible, ha sido puesta en duda. Los dogmas políticos vuelven a ser cuestionados y el poder desnudo pone a prueba la capacidad de las comunidades nacionales. En aras del bien común la tiranía y sus sucedáneos desafían a las democracias y la propia idea de soberanía es cuestionada una vez más.

Ante este panorama auténticamente dantesco solo queda apelar a la esperanza cristiana. Un amigo me decía hace unas horas: “la voluntad de Dios debe ser aceptada”. ¡Cuánta razón hay en esas palabras! Con todo, la esperanza nos permite contemplar desde esta hondonada un año nuevo de promesas y regeneración. Hago votos por el Perú, confiado en la inmensa capacidad de nuestro pueblo, tan superior a sus dirigentes.