Marchand, año 2000
Marchand, año 2000

Por Javier Masías @omnivorusq

Tiradito de atún con aguaymanto, cocona y mango. Vol au vent de frutos del mar. Panceta de cerdo con puré de loche. Magret de pato con salsa de fresas y rocoto. La carta del nuevo restaurante Marchand es un viaje en el tiempo y el espacio. Es decir, al año 2000, a los restaurantes que estaban en el óvalo Gutierrez. Eso hasta que uno pide el servicio de pan.

Llega caliente pero huele a exceso de levadura. La mantequilla, pasada por manga, llega en platos fríos recién salidos de la refri. Cuando intento untarla –la palabra correcta es cortarla, porque está dura como un iceberg– noto que el color de la superficie es diferente del de adentro, signo de que lleva un buen tiempo refrigerándose. Una observación más detenida hace que me percate de un tercer tono de amarillo en una de sus aristas. ¿Cuánto tiempo lleva la mantequilla, que tan diligentemente ofrecen, esperando a que el comensal llegue a la mesa? Nunca lo sabré, pero por la gracia me cobran al final de la cena S/.8 por persona.

La primera vez que fui probé dos sopas: un bisque de langostinos correcto (S/.37) y una sopa de cebolla que no volvería a pedir (S/.30). La siguiente vez, una causa negra con almejas que estaba bien (S/.35) y un crocante de morillas muy salado (S/.48). También he probado varios fondos –panceta de cerdo con puré de loche (S/.45), magret de pato con salsa de fresas y rocoto (S/.55), pescado en salsa grenobloise (S/.45)–, ninguno que justifique el precio salvo el boeuf bourguignon de asado de tira, un plato que estaba disfrutando mucho, hasta que me topé en la pasta que venía como guarnición con un pedazo de tenedor de plástico descartable.

Antes me he encontrado pelos en todo tipo de establecimientos, varios de renombre. Me ha ocurrido en restaurantes en cuyas cocinas todos usan gorros quirúrgicos y también en espacios más informales. Nunca he escrito al respecto, porque por más que uno tenga mucho cuidado, es algo que le puede pasar a cualquiera. Finalmente la comida es preparada por gente que tiene pelo, y si bien no es nada deseable, el pelo puede caerse. Pero, ¿por qué tengo que sacarme un pedazo de tenedor de plástico descartable de la boca? ¿Están teniendo en esta cocina el cuidado mínimo con mi comida? ¿Con qué utensilios tan riesgosos trabajan este boeuf bourguignon que cuesta S/.48?

Y luego están los postres. Todavía se escucha el estallido de los cohetes que algunos entusiastas bloggers y periodistas le revientan al restaurante, señalando el déficit de platos del repertorio francés en Lima. Tienen razón en que faltan, pero estoy seguro de que no son estos. Si por casualidad alguno de ellos lo obliga a venir aquí, lo mejor es que pida el creme brulé, que tiene buena textura (S/.22). Más bien evite a toda costa el baba au rhum (S/.20), que sufre más por la pobre calidad de producto empleado, y la isla flotante (S/.20), con una salsa que solo sabe a leche de tarro y un merengue tan caliente que es imposible evitar el sabor marino de las claras.

Así no se come en Francia, y hasta donde recuerdo, tampoco en el Óvalo Gutierrez del año 2000.

Marchand. Grau 301, Miraflores. Tlf. 243 0162. Martes a sábado, almuerzo y cena; domingo, solo almuerzo. Cierra lunes.