Cuando estudiaba en el colegio Alcides Vigo el terrorismo de Sendero Luminoso estaba en su apogeo. Mi colegio era un objetivo natural de los senderistas. Fundado por oficiales de la PIP muchos de los alumnos eran posibles blancos para los terroristas y cuando cayó Abimael Guzmán asistíamos a clases con ropa de calle, protegidos por escoltas que andaban camuflados ante un probable atentado. El terrorismo no respetaba a menores de edad, a hijos inocentes o familias enteras. Su fin último era la toma del poder a cualquier precio. Sí, lo recuerdo muy bien. Sendero Luminoso estuvo a punto de lograr lo que ellos llamaban “el equilibrio estratégico” y el país fue desangrado en costa, sierra y selva. Miles de peruanos fueron asesinados por la “revolución” y la “lucha de clases”, ese mito que promete el cielo en la tierra.

Pertenezco a la generación del coche bomba, de los apagones, del asesinato selectivo, de la muerte salvaje y cruel de María Elena Moyano y Pascuala Rosado. Muchos de los de mi generación abandonaron el país en busca de un futuro mejor en otras tierras y no regresaron jamás. El Estado estaba a punto de naufragar en medio de las esquirlas de una ideología tan demencial como fratricida. A duras penas, gracias a miles de héroes que dieron sus vidas para salvar al país, salimos adelante y el terrorismo fue derrotado, con sangre, sudor y lágrimas.

Hoy, parece que gran parte de esa historia ha sido olvidada y sepultada por una educación con un claro sesgo ideológico. El Estado debe promover una verdadera memoria histórica que defienda la paz y condene al terrorismo. Esa es la tarea del Bicentenario.